ACCIDENTE EN LA CAVERNA CHILIBRÍ
Por María Antonia Guerra Vergara
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Las cavernas tienen la palabra |
—Debo darme prisa, sólo queda una hora de luz, —Pensó Samuel–. Esa cueva es la última, la más grande y peligrosa.
Tuvo dudas pero entró. Al levantar la lámpara escuchó ladridos cada vez más cerca.
— ¿De quién es ese perro? ¿No hay quién lo controle? ¡Ayy, mi madre, suéltame la bota! Será que podré subir por aquí ¡Silencio, vete! ¿Tú eres el dueño del perro?
— ¡No baje es un pastor muy bravo!
— ¡Llévatelo! ¡Debo bajar, tengo que hacer una filmación en esta cueva! ¡Ayyy!
Una bandada de murciélagos se despliega y el investigador resbala un poco. El perro ladra con mayor fuerza y no obedece al niño que hace intentos por sacarlo de la cueva. Samuel observa una pequeña caverna y se encamina a ella.
— ¡Qué oscuridad!
Enciende la luz infrarroja. Una serpiente se desenrosca rápidamente y se desliza hacia él, viene seguida de otras. Tienen aire de salir de su reposo místico, de su sagrario ancestral. Samuel huye explorando recovecos.
— Esto es peor que un laberinto, ahora entiendo cómo se sintió Teseo.
Divisó un río subterráneo.
— ¿Por dónde entrará esa luz, y el agua? ¿será profunda?
Oye un rugido que se multiplica con el eco.
— ¿Ahora qué saldrá de ésta caja china? No tengo un arma conmigo. ¿Se habrá ido? ¡Ay!, ¿qué me punzó la espalda?
Se adhiere a los orificios de la pared.
— ¿Qué es esto?
Palpa algo blando y un olor nauseabundo se esparce. Se limpia la mano en la pared y se desprenden huevos que se quiebran entre sus dedos. Un chillido hiende el espacio. Busca con la cámara a su alrededor.
—Allí está, parece un búho, no, es una lechuza.
Mueve la cámara hacia distintos ángulos. Le parece ver pares de ojos que lo espían por todos lados.
— Calma Samuel, calma, que aquellos ojos son distintos, pero quieto, que el rugido de hace un minuto, uuuff, ya no se oye.
Se escucha de nuevo el rugido.
—¡Necesito salir de aquí, ya! El agua debe llevarme a la salida.
Escucha un zumbido y siente que la caverna vibra, conmocionada, como si cobrara vida. No lejos de allí, se desprenden rocas. Luego, todo queda envuelto en una quietud misteriosa.
—Tengo la sensación de haber percibido el desconcierto de cientos de animales. Creo que la tierra tembló.
Se toca todo el cuerpo.
—Gracias a Dios no me sucedió nada. Cuántos temblores debe de haber resistido esta caverna.
Cuando se aplaca el polvorín limpia el lente de la cámara.
— Eehhh, ¿qué pasó allá?, se produjo una escisión.
Entra por la zanja y observa dos paredes; una escalera asimétrica parece conducir a una especie de cámara.
Baja unas gradas, activa el zoom y encuadra las paredes. Tropieza y rueda por la gradería, cae bocabajo y se golpea la frente.
—Eso, parecen signos.
Acerca la cámara. Es una especie de talla sobre la roca. Saca del morral un cepillo de cerdas para el cabello y limpia con cuidado. Descubre un gran mural en alto relieve.
— ¡Dios!, aquí hay un reno… esto parece un pastor con un cordero en sus manos. ¿Qué dirá esta leyenda? Esto… es un rey, pero su vestuario no es indígena. ¿Será que siempre existió la Atlántida? ¡Dios mío, toda la pared está cubierta de inscripciones!
Su corazón salta de alegría. Ríe, luego llora y vuelve a reír. Imagina el aporte que ha hecho a la ciencia.
—Yo, Samuel Spicker Méndez, ascendido a la fama. Esta caverna tendrá mucha, mucha más resonancia que la de Altamira. Ni punto de comparación. Importante descubrimiento, ¿no es supremamente trascendente, acaso? pasaré a la historia.
Él, Samuel, corresponsal de la Revista Geographie, apareciendo en todas las planas de primera importancia en el mundo. Se sobrecoge, desconcertado. Es como si a la vez se le borrara de golpe todo ese mundo increíble y maravilloso, que cree ser el primer hombre en descubrir.
Todo parece inundado por una gran luz. Está encandilado, aparta la cámara de su rostro, cierra por unos instantes sus ojos y mira a su alrededor.
Sus ojos parecen salirse de las órbitas. Paralizado pestañea repetidas veces; entonces es que advierte una gran paz; han aparecido dos contornos lumínicos: un hombre y una mujer con túnicas largas. No parecen ser monjes ni sacerdotes. No de los que él conoce dentro de la historia universal. Efluvios de amor se esparcen en el ámbito; puede percibirlos; entonces, escucha una voz sin sonido:
— «A esta hora del tiempo el hombre sigue esclavo de los siete pecados capitales. En ti, aún existen rezagos de orgullo y soberbia, pero ya es tiempo que los científicos, de hoy, confirmen la existencia de la Atlántida, el continente en el que hace miles de años, el hombre alcanzó mayor superación y logros espirituales».
Samuel movió los labios pero sólo pudo pensar:
— ¿Quiénes son ustedes?
—Fuimos Kobdas y aquí vivimos un tiempo acompañados de renos, refugiados, cuando huíamos de piratas terribles, durante una gira de nuestra misión.
Un rugido como de animal herido hendió el ambiente, desapareciendo la visión. Samuel se frota los ojos. Ya no siente miedo. Son muchas cosas. Ahora meramente desea regresar a la superficie porque recuerda que es de noche y que debe salir en directo en un documental de televisión.
—Regresaré, sí; claro que regresaré; acamparé en este lugar por largo tiempo.
Ahora ya no le interesa el protagonismo. Un telúrico sentimiento y deseo de investigación lo envuelve. Avanza guiado por los rayos infrarrojos, sumerge sus botas largas y gruesas en el agua. Un cocodrilo gigante viene hacia él. Vira bruscamente a su derecha y cae cada vez más hacia el fondo. Hace infructuosos esfuerzos por salir y, se acuerda que no lleva la cámara.
— Ayúdame, Señor; el casete debe haberse estropeado.
Siente que una corriente lo saca a la superficie. Percibe de nuevo esa paz que lo inundó en la caverna.
—Sí, ya no importa nada el pasado. Pero, ¿es que el pasado existe? ¡Otra vez la luz! ¡Cómo mil soles potentes! ¿Cómo es posible palpar tanta luz? ¡Pero, qué digo!, no hay nada qué preguntar, todo es pleno, ni el instante existe; ¡Dios!, qué pesado y largo era un instante, aunque fuera feliz.
Samuel abre los ojos, se encuentra tirado sobre la escalera de piedra, se pasa la mano sobre el ojo húmedo, se lo limpia. Siente un dolor en la frente, encima de la ceja izquierda, desliza los dedos, tiene un hueco. Todo está oscuro. Mira a su alrededor y ve multiplicados los pares de ojos que lo observan con la complicidad del silencio. No encuentra la cámara.
—No hay más remedio que esperar a que amanezca. Pero, ¿y las serpientes?, ¿y el rugido? ¡Dios mío, los dibujos que hallé en las paredes! ¡La aparición de hace un momento! Sí, he sido tan afortunado. Seguro que no me sucede nada malo esta noche. No haré ruido, buscaré la cámara cuando amanezca.
El explorador se desmaya.
Penetra una semiclaridad en la caverna, Samuel está tirado en el mismo lugar donde perdió la conciencia por segunda vez, se incorpora.
—Me siento mejor. Aquí está la cámara.
Enfoca febrilmente la hendidura y las paredes, sube y baja las escalinatas, busca y busca sin lograr encontrar rastros de signos, ni dibujos tallados. Un enorme sentimiento de defraude se apodera de él. Oye de nuevo el ladrido del perro.
— ¡Señor, señor ¿todavía está allí? ¿no le pasó nada?!
— ¿Qué pasó anoche? —gritó Samuel.
—Tembló la tierra, yo corrí con mi perro. ¡Salga, lo tengo amarrado afuera, no le va a hacer daño!
— ¿Conoces estas cuevas?
—No, señor, nadie de por aquí se atreve a entrar, ayer lo hice por agarrar al perro.
Samuel sale con una mano en la frente a modo de visera.
—Debo ir al hospital y ver enseguida qué grabó la cámara.
— ¿Cómo dice, señor?
—¡Eh!, no, nada.
—¡Usted está herido!
—No es nada, debo irme. ¡Hasta pronto, chiquillo!
Ciudad de Panamá, Noviembre de 2000
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