Zona de Traducción

lunes, 27 de julio de 2015

NARRATIVA FALLIDA
Todo Comenzó En Marzo De 2013… 

Cartagena, Septiembre 29 de 2055

Hoy cumplo noventa años. Jamás hubiera creído que en el curso de una vida, mi vida, las cosas cambiarían tanto y asistiría a la materialización de mis mayores temores. Hace cuarenta años aún podía expresarme con cierta libertad, sabía que no era del agrado de la mayoría, pero no me importaban los gestos de desaprobación, o cuando me afectaban, lo que hacía era alejarme de esas personas. Ahora esas personas no solo se han apoderado del mundo, ellos, en realidad ellas, se cuelan por cada rendija, invaden cada intersticio. 
Y, ¿qué pasó con «ellos»? Se rindieron. Ellas les aplicaron la política de piernas cruzadas y poco a poco fueron sometiéndose. Los primeros en ceder fueron los más machos y bravucones, rápidamente se convirtieron en los perros falderos de sus mujeres, acompañándolas a sus oficios religiosos y vigilando que nadie tuviera la osadía de desafiarlas. Los más racionales ofrecieron resistencia; pero a los seis meses de iniciada la ofensiva, ya habían dejado de lado sus argumentos y adoptado sin pudor el discurso religioso-feminista que se regaba como peste. 

Lástima que ya no haya sociólogos para desentrañar los orígenes de la decadencia (esa fue una de las profesiones prohibidas); pero desde la perspectiva que me ofrece esta edad avanzada, y la lucidez que conservo como único patrimonio, me atrevo a afirmar que todo empezó en marzo de 2013 con la elección del Papa latinoamericano. 
Cualquiera pensaría que ese evento solo afectaba a los católicos, comunidad cuestionada y venida a menos por culpa de numerosos escándalos de pederastia de sus ministros; pero, sin que nos diéramos cuenta, esa elección intrascendente se  convirtió en una especie de revolución que fortaleció todo tipo de creencias, y los latinoamericanos, siempre acomplejados por carecer de significativos aportes a la Historia Universal, se empeñaron en exportar esta Revolución (ya con mayúsculas) a todos los confines del planeta. 
En la actualidad apenas se salvan del fanatismo los países escandinavos. Allí se refugia mi hijo como medida desesperada para escapar del régimen. Bueno, la verdad es que primero viajó a Holanda; pero Holanda a pesar de su discurso liberal, apenas logró resistir un par de décadas. Por supuesto, el mundo musulmán aprovechó este desmadre en Occidente y, ya sin oposición, se apoderó por completo de Asia y África. Llevamos años sin saber qué ocurre en esos dos continentes. El último informe que nos llegó, decía que todas las mujeres mayores de doce años habían sido retiradas de las escuelas y estaban usando la burka.  
Y es que en una serie de reuniones secretas, los católicos firmaron pactos con los evangélicos; pero no se quedaron ahí, siguieron acuerdos con Testigos de Jehová, adventistas y demás. Al final, hasta gnósticos, espiritistas y sectas satánicas eran sus aliados en un bloque monolítico impenetrable, poseedor de la Verdad absoluta. El enemigo a combatir era el agnosticismo en todas sus formas: los intelectuales, filósofos y científicos fueron encarcelados, quemados sus libros. Fue perseguida cualquier manifestación de pensamiento independiente.
–Aún recuerdo con tristeza el día en que me fue arrebatado mi último libro: El Anticristo de Nietzsche. Lo tenía escondido en mi colchón. Ni siquiera me atrevía a sacarlo para disfrutar de su lectura, pero era reconfortante saber que ahí estaba. Era el mismo ejemplar que le di a leer a mi  hijo la primera vez que me dijo que le prestara un libro. Era un símbolo, una esperanza. Pero por culpa de un desperfecto en el lavaplatos, me vi obligada a llamar al plomero. Por supuesto, no llegó solo, apareció acompañado de su mujercita, y, mientras salí a comprar tubos de PVC, ella se dedicó a hurgar en mi pequeño apartamento, mi cueva, como me gusta llamarlo. Encontró el libro y convencida de su misión me denunció. Fui  amonestada y pagué una considerable multa, pero lo peor fue presenciar la quema en la Plaza Principal. Aunque la hoguera resultó de un tamaño más bien insignificante: atrás habían quedado los días en que eran tantos los libros quemados que la llamarada superaba por varios metros la altura de la torre de la Catedral–. 
Y a mis amigos, ¿qué les pasó? Gonzalo fue el primero en caer al enfrentarse solo  y desarmado a las Señoras en olor de Santidad de su barrio. En cambio Ruth aguantó varios años; pero el constante enfrentamiento con el poderoso y renovado Grupo de Emaús, deterioró su salud y en una de esas disputas, su corazón no pudo más. A Rolando lo vi por última vez el día que quemaron Las historias de Alí, en esa época la llamarada aún alcanzaba una altura respetable. Luego solicitó que le asignaran más horas de trabajo en su empresa, y, con esa excusa, evita regresar a Cartagena. Y Edisson… ¿qué habrá sido de él? Insistió en que era más seguro irse para su ciudad, porque su mamá era poeta y ella jamás se dejaría arrastrar por el fanatismo de las otras. Juntos crearían La Resistencia del Eje cafetero. Los pocos que quedábamos, fuimos a despedirlo en medio de una noche lluviosa; pero aunque prometió mantenerse en contacto, nunca más tuvimos noticias de él.  
Ya no tiene sentido continuar. Ayer escuché que van a obligarnos a vestir a la manera de los Amish, pronto nos obligarán también a prescindir de la electricidad.  No se conforman con haber eliminado internet y transmitir por televisión solo programas religiosos y cantos gregorianos. Esta gente no tiene límites. Nos van a matar de aburrimiento. Menos mal que la mujercita del plomero no encontró la «pequeña solución» que guardé hace años para cuando llegara este momento. Ya es hora. Porque a pesar de estas cuatro décadas de adoctrinamiento, sigo pensando que esta decisión es mía, únicamente mía.*Rosemary Maciá           
*Rosemary Maciá
Poeta y Escritora. Miembro Tallerista del Colectivo Generación Fallida que se reunen religiosamente todos los sábados en La Casa-Museo Rafael Nuñez de Cartagena de 10 de la mañana a 2:30 de la tarde.

jueves, 23 de julio de 2015

    Las Inverosimilidades De Leoncio   
El Perro Que Cantó 
El «Ave María» De 
Franz Schubert

Por Juan V Gutiérrez Magallanes
Leoncio me dio a entender cómo deseaba emplear su fuerza. La primera vez fue en la bahía. Leoncio nadó detrás de un alcatraz lastimado, el ave trataba de nadar con premura, pero era poco lo que avanzaba hostigado por un tiburón. La escena conmovedora.  Leoncio se  hundió como avezado buzo, tomó entre sus mandíbulas al escualo, de una tonelada, y lo despedazó en un instante, sólo quedó una mancha oscureciendo el agua. En medio de aquel tinte rojo Leoncio flotaba como viejo héroe. 
Al día siguiente como era costumbre, saltamos el muro que separa la playa y Leoncio de repente se desprendió de la cuerda y, corrió hacia una iguana que merodeaba por el lugar, la haló por la cola e hizo que lo mirara de frente, ella se encrespó levantando el ribete emplumado de su lomo, como señal de  enojo, Leoncio se puso en posición de combate. 
Pero las cosas cambiaron, cuando el perro observó que la Iguana estaba herida. Ofreció sus patas delanteras como símbolo de amistad, noble y fiel descendiente de un Bichón habanero, la frotó con hojas de verdolaga, la curó con agua de mar, la dejó bajo la sombra de una uva de playa, y los cuidados de cinco alcatraces durante una semana. Hasta que la iguana se repuso y volvió a trepar  por los árboles, sana, gracias a la verdolaga y a la balsamina. Un mañana de marzo, salimos a dar el acostumbrado paseo, miré hacia el horizonte, y una enorme ola se iba formando en la distancia, Leoncio paró las orejas y miró la ola avanzando hacia la playa, sentí un fuerte tirón en la cuerda, y enseguida el perro soltándose avanzando hacia el mar. 
La mañana lucía quieta, y algunos pescadores recogían sus trasmallos. 
Con la nitidez de sus ojos, el perro había  logrado distinguir de entre lo que creíamos una enorme ola,  a una gigante ballena arrastrada por la corriente. Se abalanzó hacia el mar deteniendo al cetáceo con sus patas delanteras, esta vez no hizo alarde de bravura, empleó la fuerza para ayudar a la ballena a que encontrara el rumbo perdido. Comprendió que el gigante no estaba en plan de pelea, sino que necesitaba ayuda, él  conocía el idioma de las ballenas. 
Por hablar el lenguaje de los cetáceos, salvó el pellejo en una disputa con una ballena en actitud agresiva, esa vez, sí tuvo que emplear la bravura pues las circunstancias lo ameritaban. El combate fue en la Punta de las Tenazas, ese día bastó una simple mirada para conocer las intenciones del gigante. 
Volví a recordar el pasaje bíblico de David y Goliat, Leoncio se paró en dos patas y saltó sobre el cuerpo de la ballena, se escuchó un golpe seco sobre la región pectoral, clavó una de sus patas en el abdomen extrayendo las vísceras del cetáceo. 
El gigante cayó sobre la arena y los cardúmenes de peces buscaron aguas profundas. Aquel día, Leoncio salió  victorioso de un combate desigual en cuanto a peso y tamaño, pero no en lo referente a  la agilidad y destrezas utilizadas en franca lid. 
No todos los combates fueron fáciles para el perro.  
Uno lo protagonizó frente a la Morena cruzada con Anaconda, una anguila enorme. Cuando el resplandor del sol golpeaba su lomo, desprendía destellos dejando un lienzo cromático en el cielo.  
Era un lunes de Pascuita, el mar estaba sereno y en medio de la corriente, se apreciaban cardúmenes de jureles. Caminábamos por la orilla, nos divertíamos mirando cómo los pocos cangrejos que habían quedado por efecto de la contaminación, salían de sus escondites a tomar el sol asomando por los lados del antiguo Caimán, hoy Olaya Herrera.  
Nos detuvimos ante el remolino que se formaba, cercano al espolón de piedras, o rompeolas, aquello parecía un enorme bote dando vueltas. 
De manera sorpresiva,  saltó internándose en el mar, quizás creyendo en el naufragio de un pescador, ¡pero no!, era una morena gigante enroscándose y desenroscándose, Leoncio creyó que podía retirarla de la playa, y se hundió para agarrarla, pero en falso, la serpiente marina lo atenazó y lo llevó hacia el fondo. 
El perro tragó tanta agua impidiéndole respirar, y en su angustia de muerte, se acordó de la filosa uña de una de sus patas traseras, la introdujo con fuerza en la garganta de la serpiente, rompiendo la yugular matando en el acto al duro adversario. Extenuado por la batalla, fue sometido a baños con caléndulas y sopas de berenjena con aceite de oliva. 
Esta serie de combates, en que salía triunfante Leoncio, le valieron para que el señor Dagoberto, empleado del Edificio de Tongaloa, lo apodara con el epíteto de «Tarzán». 
Una mañana de diciembre, salimos a dar la caminata de siempre. Fue un día afortunado para los pescadores, no atraparon peces pequeños, sino grandes jureles pesando alrededor de mil quinientos gramos cada uno, la alegría afloraba en los pescadores y los habituales caminantes de la playa. 
Más allá de trescientos metros, se  notaba la espina dorsal de un escualo, saltaba y dejaba apreciar su vientre blanco con pintas amarillas, algo extraño en la especie, un pescador que miraba el recorrido del escualo,  se atrevió a  expresar que la figura en la distancia, era un tiburón tigre, y había que alejarlo de la playa por el peligro que significaba.  ¡Parece mentira la actitud asumida por Leoncio! Paró las orejas, dio un tirón a la cuerda que lo sujetaba y se precipitó hacia el mar. Nadó con agilidad  hundiéndose hasta alcanzar al tiburón, dio un salto trepándose en el lomo del escualo, se acercó a sus branquias y las despedazó de un mordisco impidiendo la respiración del escualo. 
Cuando volvimos a mirar,  apreciamos el vientre del tiburón flotando en las aguas. Una hazaña más en la vida de Leoncio. 
Un sábado por la tarde caminábamos, ya fuera como ejercicio o para facilitar a Leoncio el proceso de la digestión vespertina, y nos detuvimos a mirar el crecimiento de la verdolaga, los huecos de los cangrejos, y las travesuras de las jaibas sobre las piedras de los malecones, aquello distraía y permitía admirar a la naturaleza. 
Cuando estoy con Leoncio, y permítanme pluralizar, tengo la sensación que me entiende.  
Al observar un promontorio cabalgando sobre las olas quedamos estupefactos. Era un Hipocampo Gigante que llevaba entre sus fauces a un pelícano, éste daba gorjeos de misericordia ante el aviso de muerte anunciada por aquella  bestia marina. (Un caballito de mar gigante parecido a los caballos árabes de Alejandro Magno). Leoncio se abalanzó hacia el mar a auxiliar al pelícano. Iba provisto de una gruesa liana, enlazó al Hipocampo y este tuvo que soltar al alcatraz. En  esta faena no hubo muerto, sólo un acto de caridad protagonizado por el perro. 
A raíz de esta acción se generó un movimiento para  nombrarlo «Salvavidas de la Playa de Marbella».  
Su vida era calmada en relación con sus vecinos, a excepción de algunos enojos con cierta clase de canes pretensiosos. Daba la impresión de estar ante cierto tipo de autismo canino, lo cual tenía una explicación en cuanto el ADN de Leoncio, estudiado a través de su mapa cromosómico. 
Después de todo, el perrito descendía de Bichón habanero, doméstico y de trato agradable. 
Un domingo de Ramos, mientras paseábamos por la playa, a las seis y treinta de la mañana, la arena estaba húmeda, se sentía vapor de agua, que nublaba el ambiente. 
Por un momento nos detuvimos, miré hacia el horizonte, bajé la vista y pude apreciar la actitud de Leoncio, miraba fijo y tenía la cola levantada. 
En aquel momento uno de los pescadores que recogía la atarraya, suspendió la labor y gritó: 
—¡Un León Marino!...¡Está rompiendo  los trasmallos! ¿Qué  hacemos?  
Sentí a través de la cuerda, las vibraciones de Leoncio, lo solté, para observar cómo reaccionaba.
Se lanzó a las aguas nadando como experimentado nauta, al acercarse al León Marino, lo tomó por la parte posterior, lo estremeció en el aire lanzándolo a la playa, para que los pescadores aprovecharan su carne, en el salpicón del lunes de Pascua, después de la Resurrección de Cristo. 
Son tantas las cosas que nos envuelven en los pliegues de la naturaleza, y que señalan lo que puede ser un fenómeno mítico, así es la vida de este canino, con similitud a la vida y trashumancia de Lot (salvado de la destrucción de Sodoma y Gomorra) por lo genético, al  ser hijo de su abuelo y de su hermana. 
Aquel canido había sido escogido para caminar por el sendero de lo real y lo mítico, destinado a conmover a la naturaleza, como  lo mostró su morfología en los primeros años, lo cual indujo a ponerle por nombre Leoncio. A los tres meses de nacido fue trasladado a la región andina, donde permaneció por tiempo de un año, rodeado del silencio gélido de las montañas, afinó su oído con los ensayos líricos de una de sus dueñas, lo que fue transformando a Leoncio, en un perro amante del silencio y de la concentración, en especial cuando escuchaba las sinfonías de Beethoven o las de F.J Haydn, para luego quedarse en una especie de ensoñación, en la audición del «Tio Guachupecito», poema sinfónico de Santiago Velasco Llanos, para  Orquesta Sinfónica. 
Por último: se dejaba llevar por la Sinfonía nº 3 de Anton Rubinstein: «Música Clásica y Pesca a Mosca».  
Se convirtió en acompañante para las prácticas de lo lírico, esto perduró hasta el momento en que estuvo en la capital, porque en unas vacaciones fue trasladado a Cartagena, alejándose de la lírica, lo que no permitió el olvido por la música  clásica, la pasión permaneció en un estado de hibernación. 
En nuestras elucubraciones, encontramos cierta afinidad en la explicación del por qué el logotipo del Perro de RCA Víctor, era un «bull terrier, llamado Nipper, quien se asombraba y quedaba atento ante la voz que salía de un gramófono, tratando, tal vez de imitar aquella melodía». 
Cuando  llegaba la estudiante de música clásica, volvía Leoncio a sus acompañamientos en las diferentes piezas de los clásicos, dejando admirados a los oyentes que transitaban por el barrio. 
Estudios de bromatología, dieron como resultado, la necesidad de variar su alimentación, le era difícil asimilar las proteínas de origen animal, y se aconsejó alimentarlo con verdolaga, vegetal que crece en las playas del Caribe. 
Gutiérrez Magallanes, Escritor
Se adoptó la costumbre de llevarlo por las mañanas a las playas del Cabrero, allí, con el  murmullo de las olas, sintió la necesidad de volver al canto lírico, levantó la cabeza y ladró las notas más profundas de su garganta, los peces se acercaron en cardúmenes, para regocijo de los pescadores que no se explicaban—el fenómeno—pero algunas personas entendidas en los anales de la música clásica, explicaron, que el canto de Leoncio, era el «Ave María” de Franz Schubert», una oración convertida  en Ópera, que  tenía el poder de  congregar a hombres y peces.  

viernes, 17 de julio de 2015

Don Pepe y el Peluquero
Por Miguel Facio Lince *  


A pesar del Diploma de Abogado que colgaba en la pared de la sala, enmarcado en un cuadro de ancha moldura de color caoba oscuro, al doctor José de la Torre nadie en La Villa lo conocía con otro nombre que el de Don Pepe, diminutivo cariñoso cargado del respeto que inspiraba su reconocida rectitud. En medio de la pobreza que sobrellevaba con dignidad, su vida entera la había consagrado a la política, con la aspiración de ser Diputado de la Asamblea Departamental y ocupar luego posiciones administrativas que le permitieran escalar más altos escaños legislativos. Vestido siempre de blanco de pies a cabeza, liberal radical, pasaba horas enteras leyendo en voz alta y repitiendo de memoria con ademanes de tribuno los discursos más famosos pronunciados en el Congreso de la República en ocasiones memorables. 
Una tarde en que descansaba en la hamaca del corredor, su esposa Luisa se le acercó con un telegrama en la mano. «Es de Cartagena», le dijo al entregárselo. Él se incorporó, y leyó y releyó entre incrédulo y emocionado, por cinco veces, el telegrama. No quería dar crédito a sus ojos, pero en su fuero interno se sentía con méritos sobrados para la designación que el Gobernador le comunicaba. «Ya era tiempo, le dijo a su mujer. Aquí lo tienes: mi nombramiento de Secretario de Educación. Para que se muerdan el codo los bandidos estos de La Villa». Luisa, mujer discreta y precavida, le pidió que no le contara a nadie lo del telegrama. «Tú sabes cómo es la gente de La Villa. Son capaces de mandar contra ti un memorial calumnioso». 
Don Pepe se dedicó a preparar maletas a toda carrera. Se fue al almacén de un amigo y sacó al fiado zapatos nuevos de charol, corbatas y camisas. Don Cayetano, el sastre, copartidario incondicional, le dio a crédito un vestido de paño negro con saco cruzado. En la peluquería, Quique el barbero le cortó con más esmero que nunca el pelo lacio; y después de rasurarlo, le roció Bay-Rum con un atomizador por la nuca y las orejas. El cogote le quedó rojo como de gallo de pelea. En su casa, Luisa le cortó y limó cuidadosamente las uñas. 
Al día siguiente Don Pepe se embarcó en «La Vencedora», para seguir por carretera en la madrugada hacia Cartagena. No fue poca la gente que se quedó en La Villa picada de curiosidad y recelosa por tanto misterio del viaje de Don Pepe. En el recorrido en la lancha, en los pueblos ribereños del río, los muchachos invadían la embarcación y asediaban a los pasajeros con sartas de huevos de iguana. A Don Pepe se le revolvieron sus aficiones de la niñez; y a no ser por su vestido negro impecable, no hubiera podido resistir las ganas de volver a comer huevos de iguana. 
Hasta las dos de la mañana esperó sentado en una banca de la estación de buses la salida para Cartagena, y cuando al fin abordó el vehículo se desplomó rendido en uno de los asientos delanteros. Apenas se inició el viaje, cerró los ojos y cayó en un sopor en que soñaba entre despierto y dormido. Ya se veía en el momento de la toma de posesión del cargo, exponiendo con elocuencia su programa de realizaciones en el campo de la educación, ya arrellanado en el cojín trasero de un gran carro negro que desfilaba majestuoso por las calles de la capital. Pero en lo que más se recreaba, porque enviaría las fotos a La Villa para que rabiaran sus enemigos, era en verse enfocado por los fotógrafos en medio de la ceremonia de la posesión, al lado del Gobernador, los dos solos, sin mujer ni hijos ni parientes, ya que él no era hombre de esos embelecos y carajadas. Vencido al final por las contingencias del viaje y el peso de los años, lentamente se fue sumiendo Don Pepe en un sueño profundo que borró de su mente las delicias del poder ansiado. 
Con gran sobresalto despertó a los gritos de: «¡Arepas!...¡Arepas de huevo!». Y se las embutían por las ventanillas del bus. Se dio cuenta entonces que estaba en Turbaco, en las afueras de Cartagena. El olor de los fritos calientes y la fatiga del viaje no le permitieron dominarse esta vez. Compró una arepa y se la comió con tanto apetito que saltó un chorro de la yema del huevo y le salpicó la camisa y la corbata. Sufrió una profunda contrariedad con el pequeño incidente, de pensar que iba a entrar en tales condiciones a la capital. Pero al reanudar el viaje el bus y aparecer repentinamente ante sus ojos Cartagena y su bahía, la belleza incomparable de la ciudad y del paisaje le hicieron olvidarse de las manchas de la ropa. Cuando el bus paró en la estación final, se quedó en su puesto mientras bajaba la demás gente. «¡El Tiempo!» «¡El Espectador!», gritaba un muchacho que le agitaba los periódicos ante su cara. «Dame los dos», pidió Don Pepe. Abrió uno y se puso pálido, mientras sentía que el cuerpo se le desmadejaba. En grandes titulares decía: «NUEVO GABINETE EN BOLÍVAR». Y por más que leyó y volvió a leer no encontró su nombre por ninguna parte. Acabó de convencerse cuando ojeó el otro diario. Como si hubiera recibido un mazazo en la cabeza, permaneció largo tiempo sentado en el bus, con la mirada perdida a lo lejos. «Algo ha pasado», se decía. Y lo que más le dolía era pensar en la pobre Luisa. «Ella tenía toda la razón», se repetía una y otra vez. 
Ni siquiera se bajó del bus, sino que en el mismo vehículo emprendió el regreso. En el camino miraba indiferente el desfile raudo de cosas que cruzaban por delante de sus ojos, mientras en su mente repasaba casa por casa de La Villa y las gentes que las habitaban. Al recordar la peluquería de Quique se le aclaró repentinamente todo. «El bandido del peluquero fue el del telegrama, se dijo. ¡Ese maldito es una víbora! ¡Con razón que mientras me motilaba tenía una risita que no me gustó nada!». 
Del bus pasó a la lancha. En el viaje por el río le dieron ganas de tirarse al agua, pero se acordó de su mujer y empezó a serenarse. 
Cuando «La Vencedora» atracó al anochecer en la albarrada, Don Pepe no supo ni quién le bajó la maleta. Atravesó las calles y llegó a su casa, donde Luisa lo recibió asombrada. Él la abrazó y por primera vez lloró con su esposa. Ella había presentido que algo pasaría, pero lo amaba tanto que prefirió callar y dejarlo ir. Ahora nada dijo, sino que lo besó en la frente. Él le comentó todo lo del viaje y lo del peluquero, sin poder dormir, pues lo obsesionaba la idea de reanudar ya la campaña política con más bríos que nunca. La noche la pasó hablando solo. Se haría Diputado en las próximas elecciones, para tener poder y quitarles los puestos públicos a todos sus enemigos. El bellaco del peluquero se las pagaría. 
Al día siguiente cayó en la cuenta que Quique era el único barbero de La Villa y que no desempeñaba ningún cargo público, lo que le dolió de verdad, pues nada podía hacer contra él. «¡Qué vaina!», exclamó con cierta tristeza. «¡Pero ese desgraciado tiene que morirse primero que yo!...Mi madre si no lo entierro con un discurso mío!». Y por lo pronto se compró un par de tijeras y una barbera, para que su mujer lo motilara de cualquier modo, pues no volvería a pisarle la peluquería. 
Quince años pasaron, durante los cuales Don Pepe vivió pendiente del discurso fúnebre para Quique, hasta que se regó un día en La Villa, la noticia del fallecimiento repentino del peluquero, que fue hallado muerto en la albarrada, donde habitaba en un cuarto oloroso a Bay-Rum y agua de alhucema, adornado con cuadros de mujeres desnudas recortados de almanaques. A la hora del entierro Don Pepe se conmovió con el llanto de las mujeres, que invadieron el cuarto deseosas de conocer por curiosidad cómo vivía un hombre soltero. Arrepentido entonces de sus intenciones, pensó que tal vez Quique no había sido el autor del telegrama. Seguidamente sacó del bolsillo interior del saco de su vestido de paño negro el discurso que había madurado durante tantos años y lo convirtió en pedacitos de papel que echó al río. 
Miguel Facio Lince (1928-2004)
A la hora en que el entierro de Quique llegó al parque, había ya tal cantidad de gentes en el desfile fúnebre, que Don Pepe resolvió pronunciar unas palabras de despedida en el cementerio y meterle enseguida el hombro a la caja mortuoria, con la esperanza de ganar con estos gestos de homenaje al peluquero muchos votos entre los amigos de éste. Cuando le soltaron el palo de las andas sobre el hombro, se frunció y se le escapó un peo silencioso, lo que lo hizo pensar: «¡Carajo! Cómo pesa este miserable, tan chiquito y delgadito…¡Debe ser por la lengua venenosa que tenía!». Desde el parque hasta el cementerio ninguna persona le quitó a Don Pepe la carga del ataúd, así que cuando llegaron hasta la bóveda con el cadáver y bajaron la caja, sintió una fuerte picada en la potra que tenía, y medio rengo, le pareció que se había herniado. El eterno aspirante a Diputado, el político y orador de La Villa, plantado frente a la tumba del peluquero reflexionó: «¡Qué vaina tan rara! ¿Por qué pesará tanto este chiquito? ¡Definitivamente, debe ser por la lengua viperina que tenía, carajo!...Es mejor no decir ya ningún discurso..¡Estoy seguro que este maldito fue el del telegrama!...»

       *Miguel Fancio LinceFresco y Vital
Nació en Mompós en el año de 1928, entregado primero a la carrera de medicina y más tarde a la política, su obra literaria es escasa y ha pasado desapercibida entre nosotros. Primera fue una novela, Gamonales, publicada por capítulos en el Magazín Dominical de El Espectador; más tarde El Tiempo editó periódicamente su segunda obra: Mi tio Alberto.Ahora, y después de una primera edición que no sobrepasó los muros de Cartagena, Miguel Facio nos ofrece sus cuentos, 12 en total, en donde transcurre la vida real de personajes de su ciudad natal, contados en una prosa llena de gracia y frescura, que con mano de escritor recoge para nosotros los nutrientes de un rico acervo cultural.Instituto Colombiano de Cultura.