LA OTRA CARA DE EVA
Por Gilberto García Mercado
Siempre me daba nervios el primer día de clases. A principios de febrero–cuando ya habíamos dejado atrás el bullicio de Año Nuevo–una brisa veraniega soplaba untándonos el optimismo que ya empezábamos a perder tan sólo porque once días antes, la guerrilla masacrara monstruosamente a diez policías.
Se decía entonces que en el colegio había guerrilleros.
Pero mis nervios no era por lo que estuviera o no estuviera pasando en el país. Se trataba simplemente de que no me encontraba a gusto ante el nuevo espíritu de alegría que presentaba el colegio: las bromas entre los estudiantes nuevos, que pisaban por primera vez, el colegio. Los viejos, sonreíamos, felices…
Yo no encajaba en ese ambiente tan solo por mi timidez que había llevado a María Rodríguez—una muchacha de quien vivía enamorado—a decirme, a mitad del año anterior: «¿Y tú estudias aquí?» «Primera vez que te veo». Yo vivía apertrechado en el salón de clases.
Pero este año era distinto. Todo pintaba—aunque la única tragedia que ocurrió fue la de los policías—que, de aquí en adelante, todo iba a mejorar. El Presidente había dicho: «Esta es la última tragedia que toleramos».
Yo la vi conversando con Luís Pinto. Después con Pablo Cañas. Y creo que desde entonces comencé a perder mi timidez. La veía en todas partes: En el salón de actos especiales, en los pasillos, en el salón de clases, en todo el colegio.
Se fue metiendo en mi alma como una espinita que cada vez dolía más.
Luís Pinto le dijo: «Mucho gusto». «Te presento a este muchacho».
Ella me dijo que se llamaba Eva. Ya ella le brillaron los ojos al saber—por boca de Luís Pinto—que yo había sido el mejor alumno del salón.
«Te felicito»—dijo—«Ojalá nos toque en el mismo salón».
Su perfume de flores me hizo pensar en un jardín.
Días después—cuando ya había pasado la tormenta del primer día de clases: La tormenta del amigo que se había trasladado a otro colegio, la tormenta de la quinceañera de quien no se había vuelto a saber nada, todo esto, recuerdos, y la tormenta de la morena que correspondía a una amplia sonrisa con una picardía que producía cosquillitas en el corazón—días después de conocer que Eva ocuparía el mismo salón de clases, comprendería que había vivido aislado toda mi vida.
Yo me esforzaba estudiando. De no quedar mal ante los ojos de la muchacha. En verdad que, la elección como mejor alumno el año pasado, no era simplemente por calentar pupitre no más.
Eva poseía una cabellera negra. Constantemente lucía el cabello suelto, y, algunas veces, iba adornado con una flor de monte, cuyo nombre yo ignoraba. Ostentaba un lunar negro en una de sus mejillas. Y poseía—yo más tarde comprendería por qué todos la buscaban—unos labios finos, rojos y seductores.
Llegaba al colegio como una mariposa feliz, bebiéndose el néctar de la vida. Saltaba por aquí y por allá. Y de vez en cuando soltaba su risa explosiva. Era buena estudiante y se estableció entre los dos una competencia por saber quién izaría, en el Día de la Independencia, la bandera de la república.
Mi mutismo fuera del salón de clases, fue perdiendo su cuerpo hasta convertirse en una sensación pasajera. Ver una cara fresca y juvenil como la de Eva, era iniciar una cacería en que la presa no era el leopardo, sino la timidez: Apenas ésta se sujetara, afloraría en el hombre la sonrisa franca, la impresión por el breve roce de unas manos entre él y una mujer, la picardía inocente por una morena que empieza oler a mujer.
Eva—sereno de la mañana—se fue metiendo, poco a poco, en el corazón sensible de mis quince años.
Recuerdo, como si fuera hoy, y en que pongo en tela de juicio a la muchacha, la primera vez en que fuimos los últimos en salir del salón de clases.
Todo el alumnado del colegio estaba congregado en el paraninfo, donde la Institución, con gran ostentación, celebraba el Día del Idioma.
El momento fue propicio. Alguien colocó—como bromeábamos los estudiantes—el bolso de Eva, encima de un estante alto.
De pronto la joven gritó bestialidades, y, en un instante, me encontré encima de un pupitre de los que se usaban antaño.
Cuando alcancé el bolso, por uno de esos resbalones que uno da en la vida, me encontré cara a cara, con Eva, hundiendo mis labios, en su boca fresca y apetitosa.
Hoy no es quiera maldecir a la muchacha. Pero antes me pareció una muchacha sana, y que se reía explosivamente. Llegaba al salón y se paraba en frente de todos los estudiantes:
«El 16 de julio es el Día de la Virgen». «Así que habrá rumba».
Y después de estas frases todo el mundo apoyaba con las palmas ovacionando a la muchacha.
Muchos días después de que sucediera lo del bolso, y besara los labios de la joven, no la vi más…Era como si me esquivara. La veía dinámica y fervorosa intentando ocupar uno de los puestos para izar la bandera nacional.
Yo de cerca la veía sintiendo un sabor amargo en la voz. Era como si un pedazo de mi cuerpo lo hubieran cercenado, y me costara trabajo vivir sin él. Mi pensamiento viajaba con él. Y ese pedazo tenía nombre de mujer: Eva.
Hoy cuando la tengo en tela de juicio, todavía no ha entrado por la amplia puerta del salón. Es como si estuviéramos—los demás alumnos y yo—en otra dimensión. Y de repente entrara Eva, expectante. Volátil. Flotando en el aire. Tan inalcanzable en el sueño que tuve con ella. Y que de ser realidad y no sueño, me permitirá saber —después de que llegue—la verdadera identidad de Eva.
El reloj—cargado con la mole más grande del mundo, y que nunca deja de crecer: El tiempo—palpita lentamente como si de repente pudiera recibir un ataque al corazón.
Todos esperamos—todos no porque el único que soñó con Eva fui yo—y me la imagino donde la vi anoche voluptuosa y sensual, hecha una máquina erótica, y moviéndose al son de la salsa, para después encerrarse con un negro recio.
Y yo expectante, y yo sufriendo. Mientras imaginaba la cama al son del subiendo y bajando.
Mientras la noche gritaba: «Déjenme dormir».
Sólo yo espero, porque fui el único que soñó con Eva. Los demás sólo piensan en que las fiestas del pueblo están próximas. Y hay que hacer—y ya lo dijo la protagonista de mi sueño—fandango este año.
El palito pequeño del reloj llegó a las dos. Y el grande a las doce. Son las dos de la tarde y el profesor no llega. Acostumbramos entrar a clases en el colegio a la una y media.
Unas hojas han entrado por las ventanas abiertas del salón. Es primavera y conviene que el aula esté limpia y pulcra. Ramón se levanta y cierra las ventanas mientras hay voces bromistas que apoyan lo contrario.
El tiempo se ha burlado de todo el mundo. Se ha entretenido hablando del tiempo perdido que se le escapó a la vuelta de la esquina: Es el hijo desobediente, y se ha sentado aquí en mitad de la aula—ya sin entretención sólo la que le ofrecemos los estudiantes—como un buda observando imperturbable cómo el reloj mata los minutos.
Esta impaciencia por la demora de Eva, me tiene con sueño. No más soñarla anoche, me costó, hoy, la comezón de las uñas. Me tambaleo en el pupitre y el buda se burla.
Si yo pudiera gritar y decirle a todos los estúpidos lo que no sé si sea realidad o ficción. Y encerrarme otra vez en mi mutismo, para volver a ser el de antes. Y no salir durante el resto del año, que apenas comienza, del salón de clases.
El espectáculo ostentoso brilla con los bombillos encendidos y con las miles de lentejuelas de los vestidos en que la protagonista es Eva, es la actriz principal. Contonea su cuerpo al compás de la salsa. Se desnuda ante la euforia de la gente. Y luego sube a la alcoba con un negro recio donde me imagino—el sube y baja—de los cuerpos en la cama.
Cuando anoche desperté, me encontré fuera de El Tamarindo. Sin un peso, con los papeles extraviados y con una borrachera, pero con la seguridad de haber visto a Eva (No fue un sueño). Bailando, bebiendo e imaginando el sube y baja y el baja y sube, con un negro recio.
La borrachera no da para más. Por el establecimiento público se ha asomado—esbelta y más mujer—Eva, la muchacha de los ojos de miel. Trato de despejar la mente turbada por el licor, y decirle a Eva: «Oye cómo estás corazón». «Soy Armando». «Tu compañero de estudio». Trato de incorporarme desde donde busco mis documentos extraviados, pero me voy de bruces contra el suelo. Alcanzo a escuchar—antes de quedarme dormido—las palabras de la dulce Eva: «Que duerma en mi cama». «Es un buen muchacho».
El salón ahora está expectante. Los demás porque quieren saber cuándo habrá rumba, (y eso lo sabe Eva). Y yo recordando mi estancia en el cuarto de Eva.
Vi las mil sonrisas de sus fotografías en las paredes, y una fotografía de un joven parecido a mí.
Por la tarde—no sé cómo—me levantaré de la cama de mi cuarto, me bañaré y me iré al colegio. Sin saber cómo diablos llegué a la pensión. Y con un suave sabor a menta, que no es la crema dental que uso. Con mil conjeturas que ponen en entre dicho a Eva. Porque si es así no quiero saber nada de Eva. Y aunque quiera o no el corazón, Eva es una prostituta.
Alguien se ha asomado por la puerta del salón, y ha dicho: «Hoy no hay clases». «Asesinaron a una alumna en El Tamarindo». Y me acuerdo del negro recio que subió al cuarto la noche anterior. Y yo expectante. Y yo sufriendo, imaginando el sube y baja y el baja y sube. Y a Eva dándome palmaditas en el rostro, insistiendo que me fuera por la ventana de atrás, y que despertara, porque aquel negro recio estaba fuera de sí, borracho, y energúmeno por la coca.