Zona de Traducción

jueves, 23 de julio de 2015

    Las Inverosimilidades De Leoncio   
El Perro Que Cantó 
El «Ave María» De 
Franz Schubert

Por Juan V Gutiérrez Magallanes
Leoncio me dio a entender cómo deseaba emplear su fuerza. La primera vez fue en la bahía. Leoncio nadó detrás de un alcatraz lastimado, el ave trataba de nadar con premura, pero era poco lo que avanzaba hostigado por un tiburón. La escena conmovedora.  Leoncio se  hundió como avezado buzo, tomó entre sus mandíbulas al escualo, de una tonelada, y lo despedazó en un instante, sólo quedó una mancha oscureciendo el agua. En medio de aquel tinte rojo Leoncio flotaba como viejo héroe. 
Al día siguiente como era costumbre, saltamos el muro que separa la playa y Leoncio de repente se desprendió de la cuerda y, corrió hacia una iguana que merodeaba por el lugar, la haló por la cola e hizo que lo mirara de frente, ella se encrespó levantando el ribete emplumado de su lomo, como señal de  enojo, Leoncio se puso en posición de combate. 
Pero las cosas cambiaron, cuando el perro observó que la Iguana estaba herida. Ofreció sus patas delanteras como símbolo de amistad, noble y fiel descendiente de un Bichón habanero, la frotó con hojas de verdolaga, la curó con agua de mar, la dejó bajo la sombra de una uva de playa, y los cuidados de cinco alcatraces durante una semana. Hasta que la iguana se repuso y volvió a trepar  por los árboles, sana, gracias a la verdolaga y a la balsamina. Un mañana de marzo, salimos a dar el acostumbrado paseo, miré hacia el horizonte, y una enorme ola se iba formando en la distancia, Leoncio paró las orejas y miró la ola avanzando hacia la playa, sentí un fuerte tirón en la cuerda, y enseguida el perro soltándose avanzando hacia el mar. 
La mañana lucía quieta, y algunos pescadores recogían sus trasmallos. 
Con la nitidez de sus ojos, el perro había  logrado distinguir de entre lo que creíamos una enorme ola,  a una gigante ballena arrastrada por la corriente. Se abalanzó hacia el mar deteniendo al cetáceo con sus patas delanteras, esta vez no hizo alarde de bravura, empleó la fuerza para ayudar a la ballena a que encontrara el rumbo perdido. Comprendió que el gigante no estaba en plan de pelea, sino que necesitaba ayuda, él  conocía el idioma de las ballenas. 
Por hablar el lenguaje de los cetáceos, salvó el pellejo en una disputa con una ballena en actitud agresiva, esa vez, sí tuvo que emplear la bravura pues las circunstancias lo ameritaban. El combate fue en la Punta de las Tenazas, ese día bastó una simple mirada para conocer las intenciones del gigante. 
Volví a recordar el pasaje bíblico de David y Goliat, Leoncio se paró en dos patas y saltó sobre el cuerpo de la ballena, se escuchó un golpe seco sobre la región pectoral, clavó una de sus patas en el abdomen extrayendo las vísceras del cetáceo. 
El gigante cayó sobre la arena y los cardúmenes de peces buscaron aguas profundas. Aquel día, Leoncio salió  victorioso de un combate desigual en cuanto a peso y tamaño, pero no en lo referente a  la agilidad y destrezas utilizadas en franca lid. 
No todos los combates fueron fáciles para el perro.  
Uno lo protagonizó frente a la Morena cruzada con Anaconda, una anguila enorme. Cuando el resplandor del sol golpeaba su lomo, desprendía destellos dejando un lienzo cromático en el cielo.  
Era un lunes de Pascuita, el mar estaba sereno y en medio de la corriente, se apreciaban cardúmenes de jureles. Caminábamos por la orilla, nos divertíamos mirando cómo los pocos cangrejos que habían quedado por efecto de la contaminación, salían de sus escondites a tomar el sol asomando por los lados del antiguo Caimán, hoy Olaya Herrera.  
Nos detuvimos ante el remolino que se formaba, cercano al espolón de piedras, o rompeolas, aquello parecía un enorme bote dando vueltas. 
De manera sorpresiva,  saltó internándose en el mar, quizás creyendo en el naufragio de un pescador, ¡pero no!, era una morena gigante enroscándose y desenroscándose, Leoncio creyó que podía retirarla de la playa, y se hundió para agarrarla, pero en falso, la serpiente marina lo atenazó y lo llevó hacia el fondo. 
El perro tragó tanta agua impidiéndole respirar, y en su angustia de muerte, se acordó de la filosa uña de una de sus patas traseras, la introdujo con fuerza en la garganta de la serpiente, rompiendo la yugular matando en el acto al duro adversario. Extenuado por la batalla, fue sometido a baños con caléndulas y sopas de berenjena con aceite de oliva. 
Esta serie de combates, en que salía triunfante Leoncio, le valieron para que el señor Dagoberto, empleado del Edificio de Tongaloa, lo apodara con el epíteto de «Tarzán». 
Una mañana de diciembre, salimos a dar la caminata de siempre. Fue un día afortunado para los pescadores, no atraparon peces pequeños, sino grandes jureles pesando alrededor de mil quinientos gramos cada uno, la alegría afloraba en los pescadores y los habituales caminantes de la playa. 
Más allá de trescientos metros, se  notaba la espina dorsal de un escualo, saltaba y dejaba apreciar su vientre blanco con pintas amarillas, algo extraño en la especie, un pescador que miraba el recorrido del escualo,  se atrevió a  expresar que la figura en la distancia, era un tiburón tigre, y había que alejarlo de la playa por el peligro que significaba.  ¡Parece mentira la actitud asumida por Leoncio! Paró las orejas, dio un tirón a la cuerda que lo sujetaba y se precipitó hacia el mar. Nadó con agilidad  hundiéndose hasta alcanzar al tiburón, dio un salto trepándose en el lomo del escualo, se acercó a sus branquias y las despedazó de un mordisco impidiendo la respiración del escualo. 
Cuando volvimos a mirar,  apreciamos el vientre del tiburón flotando en las aguas. Una hazaña más en la vida de Leoncio. 
Un sábado por la tarde caminábamos, ya fuera como ejercicio o para facilitar a Leoncio el proceso de la digestión vespertina, y nos detuvimos a mirar el crecimiento de la verdolaga, los huecos de los cangrejos, y las travesuras de las jaibas sobre las piedras de los malecones, aquello distraía y permitía admirar a la naturaleza. 
Cuando estoy con Leoncio, y permítanme pluralizar, tengo la sensación que me entiende.  
Al observar un promontorio cabalgando sobre las olas quedamos estupefactos. Era un Hipocampo Gigante que llevaba entre sus fauces a un pelícano, éste daba gorjeos de misericordia ante el aviso de muerte anunciada por aquella  bestia marina. (Un caballito de mar gigante parecido a los caballos árabes de Alejandro Magno). Leoncio se abalanzó hacia el mar a auxiliar al pelícano. Iba provisto de una gruesa liana, enlazó al Hipocampo y este tuvo que soltar al alcatraz. En  esta faena no hubo muerto, sólo un acto de caridad protagonizado por el perro. 
A raíz de esta acción se generó un movimiento para  nombrarlo «Salvavidas de la Playa de Marbella».  
Su vida era calmada en relación con sus vecinos, a excepción de algunos enojos con cierta clase de canes pretensiosos. Daba la impresión de estar ante cierto tipo de autismo canino, lo cual tenía una explicación en cuanto el ADN de Leoncio, estudiado a través de su mapa cromosómico. 
Después de todo, el perrito descendía de Bichón habanero, doméstico y de trato agradable. 
Un domingo de Ramos, mientras paseábamos por la playa, a las seis y treinta de la mañana, la arena estaba húmeda, se sentía vapor de agua, que nublaba el ambiente. 
Por un momento nos detuvimos, miré hacia el horizonte, bajé la vista y pude apreciar la actitud de Leoncio, miraba fijo y tenía la cola levantada. 
En aquel momento uno de los pescadores que recogía la atarraya, suspendió la labor y gritó: 
—¡Un León Marino!...¡Está rompiendo  los trasmallos! ¿Qué  hacemos?  
Sentí a través de la cuerda, las vibraciones de Leoncio, lo solté, para observar cómo reaccionaba.
Se lanzó a las aguas nadando como experimentado nauta, al acercarse al León Marino, lo tomó por la parte posterior, lo estremeció en el aire lanzándolo a la playa, para que los pescadores aprovecharan su carne, en el salpicón del lunes de Pascua, después de la Resurrección de Cristo. 
Son tantas las cosas que nos envuelven en los pliegues de la naturaleza, y que señalan lo que puede ser un fenómeno mítico, así es la vida de este canino, con similitud a la vida y trashumancia de Lot (salvado de la destrucción de Sodoma y Gomorra) por lo genético, al  ser hijo de su abuelo y de su hermana. 
Aquel canido había sido escogido para caminar por el sendero de lo real y lo mítico, destinado a conmover a la naturaleza, como  lo mostró su morfología en los primeros años, lo cual indujo a ponerle por nombre Leoncio. A los tres meses de nacido fue trasladado a la región andina, donde permaneció por tiempo de un año, rodeado del silencio gélido de las montañas, afinó su oído con los ensayos líricos de una de sus dueñas, lo que fue transformando a Leoncio, en un perro amante del silencio y de la concentración, en especial cuando escuchaba las sinfonías de Beethoven o las de F.J Haydn, para luego quedarse en una especie de ensoñación, en la audición del «Tio Guachupecito», poema sinfónico de Santiago Velasco Llanos, para  Orquesta Sinfónica. 
Por último: se dejaba llevar por la Sinfonía nº 3 de Anton Rubinstein: «Música Clásica y Pesca a Mosca».  
Se convirtió en acompañante para las prácticas de lo lírico, esto perduró hasta el momento en que estuvo en la capital, porque en unas vacaciones fue trasladado a Cartagena, alejándose de la lírica, lo que no permitió el olvido por la música  clásica, la pasión permaneció en un estado de hibernación. 
En nuestras elucubraciones, encontramos cierta afinidad en la explicación del por qué el logotipo del Perro de RCA Víctor, era un «bull terrier, llamado Nipper, quien se asombraba y quedaba atento ante la voz que salía de un gramófono, tratando, tal vez de imitar aquella melodía». 
Cuando  llegaba la estudiante de música clásica, volvía Leoncio a sus acompañamientos en las diferentes piezas de los clásicos, dejando admirados a los oyentes que transitaban por el barrio. 
Estudios de bromatología, dieron como resultado, la necesidad de variar su alimentación, le era difícil asimilar las proteínas de origen animal, y se aconsejó alimentarlo con verdolaga, vegetal que crece en las playas del Caribe. 
Gutiérrez Magallanes, Escritor
Se adoptó la costumbre de llevarlo por las mañanas a las playas del Cabrero, allí, con el  murmullo de las olas, sintió la necesidad de volver al canto lírico, levantó la cabeza y ladró las notas más profundas de su garganta, los peces se acercaron en cardúmenes, para regocijo de los pescadores que no se explicaban—el fenómeno—pero algunas personas entendidas en los anales de la música clásica, explicaron, que el canto de Leoncio, era el «Ave María” de Franz Schubert», una oración convertida  en Ópera, que  tenía el poder de  congregar a hombres y peces.  

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